La utopía hecha realidad
Fidel Castro no fue solo un renovador permanente de los métodos de lucha revolucionaria, fue, igualmente, un soñador que tuvo la suerte de ver realizadas las más hermosas utopías.
Bien se sabe que su carácter inquieto y rebelde desde la niñez misma contribuyó a su rápida madurez política. Apenas con 21 años, como presidente del Comité Pro Democracia Dominicana de la feu, impulsó acciones para demandar la destitución del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo, y formó parte de un proyecto militar para derrocar al sátrapa militar.
Un año después, enviado a Colombia como delegado de la feu a la IX Conferencia Interamericana –citado para encontrarse con el candidato a presidente Jorge Eliécer Gaitán, la misma tarde en que este fue asesinado, en la revuelta conocida como El Bogotazo–, se unió a la protesta del pueblo colombiano y solicitó armas para repeler la asonada militar.
La muerte del líder ortodoxo Eduardo Chibás y la traición de la soldadesca cubana al apoyar el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952, liderado por Fulgencio Batista, constituyeron el empujón definitivo para que el joven abogado concentrara todos sus esfuerzos en una lucha sin cuartel por la definitiva y necesaria independencia de Cuba.
Retomaría el ideario del Apóstol para convocar a una generación de jóvenes dispuestos a sacrificarlo todo por hacer realidad los sueños de José Martí. A Cuba le nacía un líder auténtico, sagaz y batallador, con esa luz necesaria para guiar grandes acontecimientos.
Los sucesos del 26 de julio de 1953 no rindieron los frutos militares anhelados en su momento, pero despertaron a un pueblo forjado en las más hermosas tradiciones heroicas, que hizo suyo el Programa del Moncada, y se aferró a la utopía que le regresó la esperanza y las motivaciones para luchar y defender la revolución próxima, porque Fidel Castro sí tenía las agallas y la inteligencia para hacerla realidad.
En su alegato de defensa, Fidel había llevado a su pueblo al futuro y le había mostrado un país donde los campesinos eran dueños de la tierra que trabajaban, les reveló una patria llena de escuelas, de hospitales, de médicos, de fábricas donde los trabajadores se ganaban el pan honradamente; un pueblo de gente laboriosa, alegre y solidaria; un país donde el culto a la dignidad plena del hombre era la ley primera de su Constitución.
Y lo que parecía una nueva utopía de héroes románticos se fue configurando desde la prisión fecunda, desde el exilio productivo, desde aquel 25 de noviembre de 1956, cuando toda la utopía, vestida de verde olivo, vino montada en un yate de libertad, y salvó el proyecto Seremos libres o mártires, a pesar de la sorpresa de Alegría de Pío, de las largas marchas de los sobrevivientes por la manigua tupida, para levantar la utopía sobre el pico Turquino y bajarla triunfante, con la estrella que ilumina y mata como estandarte martiano de victoria, el 1ro. de enero de 1959. Ese fue el sueño que el joven abogado había adelantado en su alegato del Moncada.
Cuando a un país le nace un líder como Fidel, la utopía está condenada, sin remedios, a revestirse de realidades, y para asegurarlo aquí está Cuba con el mismo ensueño de que un mundo mejor es posible, y somos nosotros, los pobres y dignos, los responsables de hacerlo realidad.